- Son las 6 de la mañana. Me despierto a
oscuras. Me aseo, me visto y desayuno como cada día. Luego, abro la ventana y
ahí está Ana, mi alumna de 17 años que conozco desde que tenía 12. Me saluda
vagamente y me avasalla a preguntas, así sin más. Como si yo no fuera nada;
como si no fuera nadie. No hay descanso, pero es que dentro de poco tiene la
prueba de acceso a la universidad. Por mi parte, intento contestarle lo más rápido
posible a todas sus cuestiones, intento dar una explicación a todas sus dudas,
incluso en ocasiones intento tranquilizarla ofreciéndole sabios (y no tan
sabios) consejos aunque ya sé que esa tarea no me compete, de hecho es
intrusismo y por eso espero que ningún controlador emocional esté escuchándome,
de lo contrario mi carrera profesional se iría al garete. Sin embargo, muchas
veces la situación me supera. A medida que van pasando las horas, mi mente se
resiente y mi capacidad de reacción se ralentiza. Tartamudeo. Confundo palabras
agudas con llanas y esdrújulas con sobreesdrújulas. Debido a mi gran
conocimiento de lenguas, cuando se aproximan las últimas horas del día utilizo idiomatismos
prestados del inglés o del francés totalmente fuera de lugar. Evidentemente, no
rindo en mi trabajo lo que debería, doctor. Siento que necesito con urgencia
desconectar. Por ello le pido la baja laboral.
- Bien. Si eso es lo que quiere, tómese
unas vacaciones durante un tiempo. Le vendrá bien una temporada fuera de
servicio. Cierto es que está muy paliducha. Es una lástima que no termine el
ciclo de formación vital con la alumna que le fue asignada desde hace casi seis
años, pero si usted lo prefiere: ¡clic!
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